Lo que lLlevó a Raphael a la Cima no fue Su Voz

Decía Carlos Gardel en su tango que “20 años no es nada”, pero si lo multiplicas por tres la cosa cambia. Nada menos que seis décadas han pasado desde que Raphael despegó rumbo a las alturas y saboreó la gloria profesional. Muchos creen que fue su voz lo que le llevó a la cima, otros su desparpajo y versatilidad en el escenario. En realidad, todo ello fue fundamental en este viaje, pero hubo un tercer ingrediente que le disparó sin frenos al estrellato y a alcanzar un éxito arrollador sin precedentes.

En Raphaelismo, la docuserie de cuatro capítulos que acaba de estrenar Movistar +, queda desvelado el verdadero motivo de su trepidante ascenso a lo más alto como artista.

Como todo documental que se tercie, el recorrido empieza desde la niñez hasta el momento actual, dos etapas muy diferenciadas en el tiempo que marcan el antes y el después, en este caso, de la vida de Raphael. Pero es solo eso, tiempo. La esencia de Raphael niño y Raphael adulto es exactamente la misma, se mantiene intacta. Es tal la fuerza y determinación que transmite su historia desde el minuto uno que es imposible no quedarse pegado a la pantalla con ganas de más. Ese fue mi caso, vi los cuatro episodios seguidos, casi sin descanso y con los ojos como platos. Y eso que yo no soy conocedora ni seguidora de su música. Lo que sé de él me lo contaban mi madre y mi abuela, dos de sus grandes fans. Pero no es necesario serlo para caer hipnotizado por todo lo que nos cuenta en este inspirador viaje al centro de su vida.

Parto de lo más significativo para mí: Raphael fue siempre un niño grande. Antes, por las experiencias de adulto que le tocó vivir en la infancia y que le obligaron a crecer deprisa, y ahora, por no desprenderse de ese espíritu infantil que le acompaña en cada sonrisa a sus 78 primaveras. En sus primeros años, y tal y como bien define uno de sus primeros éxitos, pasó “de la niñez a los asuntos importantes”. Lo más llamativo es que lo hizo con una madurez arrolladora y poco propia de alguien que apenas empieza a vivir. Todo lo que hacía, ya fuera vendiendo melones, en la sastrería o llevando los recados, lo hacía con ilusión. “Yo era un niño muy feliz”, dice de aquel jovencito que vivía en Cuatro Caminos llegado de Linares y que madrugaba mucho cada día para cumplir sus tareas y ayudar en casa. Casi por accidente, el teatro se cruzó en su camino una tarde cualquiera volviendo al hogar. Fue un flechazo. Quedó prendado con este lugar, al que empezó a ir todos los días. Una cita que no se perdía aún estando agotado tras un largo y arduo día de trabajo. Allí, viendo lo que pasaba entre bambalinas es que empezó a soñar. Algo en él cambió para siempre. Los porteros de los teatros siempre eran generosos y sabían ver quién apuntaba maneras, así que solían tener una entrada para él. Sin embargo, como suele ocurrir en estos casos, en casa existía la preocupación por el niño. “Serían la una y pico de la mañana y me recibió mi madre, me pegó una bofetada, pero de esas bien. Y yo dije, ‘pues empezamos mal porque esto yo lo voy a hacer todos los días. Mi destino es ese, yo voy a ser artista’… Jamás me volvieron a tocar. Y yo volvía todos los días a la 1 de la mañana”, recuerda de aquellos comienzos.