La reina Isabel II perdió a su marido Felipe de Edimburgo hace justo un año pero, conscientes de su avanzada edad, ambos tuvieron un pacto que ella ha sabido mantener tras el fallecimiento del amor de su vida.
El duque de Edimburgo falleció tan solo dos meses antes de cumplir los 100 años y tuvo una vida plena junto a la monarca, con la cual llevaba 74 años casados, que se dice pronto. A día de hoy la reina Isabel II tiene 96 años y, el tiempo que le queda no puede pasarlo sumida en la tristeza de la pérdida, en eso consistía su promesa de amor.
Dice una canción que ‘es tan bello despedirnos como habernos conocido’ y bajo esa premisa, ni Isabel ni Felipe deseaban que, al morir, el otro quedase desamparado, triste o en un luto continuado o prolongado en el tiempo.
Es obvio que Isabel ha sufrido mucho el adiós de su marido pero, unos meses antes de que él falleciera, se prometieron lo siguiente: “quien quedara solo podría guardar luto, pero no por demasiado tiempo y, después disfrutar de la vida”.
Richard Kay, amigo personal de Lady Di y conocido columnista, ha sido el encargado de revelar este pacto entre el matrimonio en el DailyMail y, de ser cierto, me parece algo hermoso desear que el cónyuge que queda en vida, no se ancle tras la despedida sino que luche por salir adelante y apreciar el resto de cosas hermosas de su día a día.
El 9 de abril se acaba de cumplir un año de la muerte de Felipe e Isabel II ha cumplido su parte del trato aferrándose a sus rutinas y, siendo justos, no lo ha tenido nada fácil. La monarca se contagió de Covid siendo grupo de riesgo por la edad, ha lidiado con los escándalos de su hijo, el príncipe Andrés, no conoce a su nieta Lilibet y Harry no acudió a la misa en honor a su abuelo, al que tanto quería.
Todos estos varapalos quizá viven escondidos en el pecho de la reina pero ni siquiera en la emotiva misa celebrada recientemente en memoria de Felipe, lloró en público. Visiblemente emocionada en el evento, la ‘royal’ dio ejemplo de entereza, a lo mejor esperando que desde algún lugar, su marido pudiera ver que cumplía su parte del trato.
Kay sostiene que: «Los dos conversaron a menudo sobre cómo reaccionaría cada uno sin tener al otro a su lado y llegaron a la conclusión de que las lágrimas no debían durar demasiado para poder abrir paso a la vida”.
Es una conversación que, en la vejez avanzada, no debe ser sencilla de mantener pero que, a su vez, está repleta de amor, empatía por el otro y el deseo de que su felicidad no se vea truncada por nada, ni siquiera por la propia muerte de su persona amada.
Lo cierto es que Isabel II ha atravesado un año delicado siendo este su mayor varapalo y, sin embargo, lejos de quedar recluida en su enorme castillo, ha dado la cara y ha seguido con su agenda pública en la medida que su salud se lo ha permitido.
Su sentido de la responsabilidad hacia el pueblo y la institución siempre han sido de hierro y aún en sus momentos más duros a nivel personal, ha tenido claro que es la reina de Inglaterra y que su sitio está con la corona, aunque de puerta para adentro sea un mar de lágrimas.